sábado, 2 de abril de 2022

Fernando López-Ipiña Mattern "El Bolo"

 El juego infinito. De bolo a bolo

Volver al vientre del origen

para saber, al fin, cómo crepita

la llama en el silencio,

cómo suena el tam-tam de las esferas

cómo brilla el lucero en los arcanos

donde solo habitan las tinieblas.

Poema de Luciano González en el poemario Árbol a la intemperie 2021

 Fernando y yo nacimos en la misma barriada, en los años cincuenta. Los dos somos Bolos. Compartimos una época mágica en la que el juego creó una complicidad más profunda de lo que se puede entender o explicar con palabras. Os parecerá mentira, pero me acuerdo perfectamente de como corría Fernando, de como saltaba jugando “a la una anda la mula”, de que nunca hacía trampas, jugaba muy bien al fútbol y no le daba igual ganar que perder.

Los lugares del juego que compartimos


Los bloques eran un conjunto de viviendas construidas en Toledo, a finales de los años cuarenta del siglo XX. Nuestro bloque era el segundo y tenía dos grandes patios. Los patios eran el espacio donde se desarrollaban los juegos. Un parque infantil de piedra. El plano inclinado, de granito, por donde resbalar (y romper los pantalones), el bordillo estrecho, de granito, para perseguirse, los bancos, de granito, para saltar de uno a otro, una piscina, con bordillos de granito, los altos álamos, para encaramarse. Sobrevivimos de milagro.

Natación

En cada patio había una piscina, una balsa con fondo de cemento, que se llenaba a finales de junio y se vaciaba en septiembre. La profundidad máxima, lo hondo, tendría poco más de un metro y lo bajito, treinta o cuarenta centímetros. Las zambullidas en la piscina del patio eran un desafío al sentido común. De pies, de tripa y de cabeza eran los modos básicos de entrar en el agua, e inevitablemente acabábamos estrellándonos contra el suelo, con arañazos en la cabeza, la nariz o la barriga, cuando no un descalabro. La piscina no tenía depuradora y se limpiaba cuando los bichos y los meaos eran más evidentes que el agua.

Niños y niñas

En los juegos del patio se producían sensaciones vertiginosas que nada tenían que ver con el impulso o el riesgo. Por ejemplo, correr persiguiendo a las niñas y cuando se conseguía alcanzar a una se le conducía a un banco y se le hacía cosquillas, el martirio chino. Pero, además de correr, para que con las chicas funcionara el vértigo, había que comportarse de una manera diferente. Y hubiéramos aprendido si no fuera porque alguien prohibió a su hija que jugara a eso y a los chicos se nos alertó sobre el carácter pecaminoso de jugar con las niñas.

Recuerdo juegos de corro comprometidísimos. Por alguna razón que no estaba clara te ponías colorado dependiendo de quién te sacaba a bailar y los chicos, para disimular la turbación, hacíamos el ganso y ellas, sin embargo, tan tranquilas. Fernando, con sus rizos rubios, gustaba mucho a las niñas y era muy
tímido.

Los juguetes

El juguete por excelencia eran las pelotas. Una pelota bota, rebota, rueda, va por el aire, por el suelo, pasa de mano en mano, es imprevisible en sus trayectorias y vuelos, golpea. Con ellas se jugaba con las manos, con los pies, lanzándola, cogiéndola, escondiéndola, saltándola, botándola con ritmo y con precisión…

Las pistolas nos transformaban, porque en cuanto las empuñábamos nos convertían en policías o ladrones y si no tenías pistola, era igual cerrar el puño, extender el dedo índice y levantar el pulgar.

El teatro y la cultura

Una, dos y tres, juego mudo es y, con la preparación que habíamos hecho a escondidas representábamos los oficios o las historias que los espectadores debían adivinar. Otros juegos teatrales eran de estatuas e imitaciones de las cosas importantes que formaban parte de nuestro mundo infantil, como las maravillas que veíamos en el circo que, por la feria de agosto, llenaba nuestra cabeza de imágenes mágicas y hechos insólitos (vimos matar a un burro de un mazazo para dar de comer a los leones).

La aventura

Detrás de los bloques había un descampado que formaba parte de la Cañada de Extremadura. Por allí circulaban ovejas, mulas y burros, piaras de cerdos, bueyes, caballos y toros bravos. Merodeaban lagartijas, escorpiones, hormigas de distintos tamaños y colores, escarabajos, mariposas, gorriones y a veces jilgueros.

La aventura era cualquier suceso sin reglas o imprevisto, por ejemplo, introducirse en el bosque de cardos abriéndose camino a fuerza de tumbarlos con un palo o correr delante de los toros bravos que recorrían la cañada, aunque eso no se hacía adrede. Pero la aventura por excelencia eran las dreas. Al grito de ¡drea, drea, drea, chirimbambú! intercambiábamos pedradas con cualquiera que invadiera nuestro territorio o al que se supusiera algún agravio a nuestra identidad de bloque segundo.

El juego y el deporte

La mayoría de los niños solo sabíamos de juego y nada del deporte organizado. Al campo de fútbol del Santa Bárbara, el de la Fábrica de Armas, íbamos con nuestros papas. Fernando iba con frecuencia y nos reuníamos detrás de la tribuna, donde había un lugar donde jugar. Cuando ya éramos mayorcitos supe que Fernando jugaba en el equipo cadete del Santa Bárbara. Una sorpresa porque hasta entonces nada sabíamos del deporte federado.

 

Foto facilitada por Gras

En la juventud nos perdimos de vista, se fue a Madrid y supe que jugaba al rugby en Arquitectura y que era internacional. Yo hacía esgrima en el Palacio de los Deportes y, sin necesidad de citarnos, nos encontramos en el INEF, como si hubiéramos quedado allí para seguir viviendo en ese universo de juego que creíamos que era la vida y el mundo. 




Esta entrada es un extracto adaptado del capítulo El vértigo del libro Cuentos de un zascandil 

2 comentarios:

  1. "El Bolo / El Nazi", D. Fernando Lopez-Ipìña Mattern, fue mi compañero de habitación cuando llegué al INEF; roncaba como un becerro, pero era un encanto de persona si sabías llevarle bien... Siempre que no hubiese jugado partido y regresase del "tercer tiempo", sus melopeas eran tales que normalmente esa noche yo huía de mi habitación y buscaba cobijo con algún otro compañero en la resi o (Si había mucha suerte...) con algún ligue ocasional de fin de semana...

    Gran tipo el Bolo/Nazi, y una gran pena que nos dejara tan pronto.

    Allá donde esté tendra una Henninger en una mano y balon de rugby en la otra... D.E.P. amigo...

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  2. Este es un recuerdo de Rafael Arribas recibido en mi correo.

    A Fernando lo conocí en un internado de verano en León, creo que sería sobre 1968. Se llamaba Colegio Menor Europa, él ya jugaba rugby y yo era nadador, eso nos daba un status especial pues nos facilitaba las salidas. Hicimos muy buenas migas y mira por donde nos volvimos a encontrar en el INEF. Años más tarde, después de su accidente, fuimos Rasueros y yo varias veces a visitarlo a su casa, creo recordar que vivía en casa de una hermana en la calle Padre Damián. Había conseguido un trabajo en el Ayuntamiento o en la Comunidad de Madrid y estaba encantado, venían a recogerle a diario en coche y se sentía útil. De una de esas visitas guardo este recuerdo que nos impactó. Tuvo un espasmo muscular en las piernas, que era como una ametralladora y, con sorna, nos dijo que le paráramos la máquina de coser, haciendo presión sobre las rodillas, porque si no lo hacíamos podía seguir así toda la tarde. Curiosamente años más tarde volví al mismo edificio para hacerme una peluca, pues se me había caído el pelo debido a la quimioterapia con la que me trataban para un Linfoma de Hodgkin. Nunca pasé a recogerla, pero hice amistad con Terenci Moix que, en aquel establecimiento, era donde se hacía los pelucones que llevaba.

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