miércoles, 13 de abril de 2022

José Ignacio Gallach, por Gras y Arribas

Siempre siguió una estrella hacia el oeste.

 Porque nuestro apellido empezaba por la G, siempre estuvimos uno al lado del otro. En las prácticas de cualquier asignatura encontraba motivos para reír. Al deporte por la risa era su lema favorito. Era el pequeño entre ocho o nueve hermanos y estaba más que resabiado. Hicimos amistad enseguida.

Un día me pidió prestada la moto, la Bultaco, y se la robaron en la Gran Vía.

—Joder Nacho, ¿pero no eras tan espabilado?

Me dijo que no podía pagármela, aun así no perdimos la amistad.

Tiempo después me propuso,

—Edu, vente un fin de semana a Valencia y vamos a navegar, que el estanque del Retiro se te queda pequeño.

Me presentó varios amigos suyos, salimos a regatear desde el Club Náutico y me encantó la experiencia. Luego, estando en la mili, en la base aérea de Morón de la Frontera, me llamó.

—¿Te apuntas en el próximo permiso a ir a Ibiza en velero?

—Como las balas, para allá voy.

También venía su amigo Manuel, que trabajaba en Pachá. Fondeamos en varias calas y en tres días estábamos de regreso en Valencia. Continué haciendo guardias en la base de Morón, donde había enseñado a varios pilotos de los F5 a despegar y hacer el salto del pollo con el ala delta y, mientras terminaba los servicios a la patria, preparé un viaje por África, cruzando el Sahara, con dos amigos. Nacho no pudo venir, pero dos años más tarde sí que vino.

Nuestro viaje comenzó yendo a Ámsterdam, donde compramos dos Mercedes y un BMW a precio de saldo. Vino con su novia Teresa “la francesa”, y el resto de la expedición lo formaban, Rafael Tilko (Pibus), Álvaro Rubio, Carlos Calvo, de la 9ª del INEF, Juanfran Neira, de la selección española de rugby y Walter, del Canoe. Tras un mes de travesía vendimos los coches en Lomé, capital de Togo. Nacho quiso pasar por el casino para intentar multiplicar las ganancias al Black Yack. No hubo suerte y pudimos regresar en avión por los pelos.

Meses después, en invierno, llamó desde Suiza a todos los del viaje a África, para reunirnos en el Manoir de la Foret, un chalet magnífico, del siglo XVIII, de madera, convertido en colegio de vacaciones, en medio de la estación de esquí de Villars Sur Ollón. Nos fue a recoger a la estación de Ginebra vestido con una sotana. Estuvimos dos meses trabajando y esquiando con alumnos japoneses, finlandeses, americanos...

Mientras estuvimos allí, se produjo el golpe de estado de Tejero y por primera vez vimos el Círculo Iris desde la cima de las montañas.

Cuando terminé la carrera del galgo (como decía mi suegra), me ofrecieron un Instituto en Getafe, pero preferí ir a ayudar a Esteban Vicente a construir la goleta con la que pretendía dar la vuelta al Mundo por la ruta de Magallanes-El Cano. Nacho vino desde Valencia a visitarnos a Lekeitio, al astillero Itzuntza, en una Suzuki 750. Cuando botamos la goleta, Esteban me dijo que no podría llevar el ala delta cuando diéramos la vuelta al Mundo y ese fue el motivo para dejar mi experiencia como carpintero de ribera. Entonces Nacho me dice que hay un americano en Valencia que está restaurando otra goleta de madera y necesita tripulación para llevarla hasta Florida. Yo ya había salido a la anchoa varias veces con los pesqueros de Lekeitio y estaba emocionado con el mar.

Gras fotografiado por Gallach

En menos de dos semanas nos encontrábamos otra vez juntos en una aventura marina, que resultó ser otro viaje iniciático. Gibraltar, Madeira, Islas Vírgenes, República Dominicana y por fin Key West, el punto más al Sur de Estados Unidos.

Nacho regresó a Valencia y yo alargué en solitario mi periplo por Méjico y Centroamérica, acabando en Panamá haciendo amistad con los indios Kuna, del Caribe. Regresé a España un año después de haber zarpado de Valencia y antes de ponerme a trabajar como profesor de educación física, dedicamos varios meses a instalar mesas de billar americano en los pubs de Valencia. Siempre estuvimos en contacto, preparando nuevas aventuras como el descenso del Tormes en trimaranes fluviales. Navegábamos siempre que podíamos. Gemma y yo, a los dos años de casarnos, compramos un velero a un amigo de Nacho. 

En su cuarenta cumpleaños fuimos los últimos en dejar la fiesta y, sin dormir, subimos al barco y pusimos rumbo a Ibiza, donde Manuel, aquel con quien años atrás compartimos velero y travesía, se había establecido en las Salinas de Ibiza, desde donde podían verse las bandadas de flamencos a la puesta del sol.

Con su mujer, Ana, montaron una granja-escuela en Benissa y llevé una semana a mi instituto del Escorial. Organizaba muchas actividades y Ana y sus hijos se volcaban en que fuera una experiencia inolvidable para los visitantes.

Cuando se empezó a encontrar mal de salud, contactó con Jaime "el Ciego", del Canoe, y se fue con él al Caribe a navegar en su velero. De allí a Australia, pasando por las Galápagos y las Marquesas, en otro velero que había que entregar en Sidney. Cuando regresó fuimos a verle y regaló a mi hija María un bumerang mágico. Cuando estaba peor, volví a verle y acabamos haciendo pádel surf y tomando una paella en Les Bassetes. Con él fui a comprar un pequeño olivar al pie de la sierra de Benicadell.

—Así vengo por aquí más a menudo —me dijo—.


Nuestro compañero siempre siguió una estrella hacia el oeste.

                                                                                                                                                                                                                Eduardo Gras

 


Otro enamorado del mar, Rafa Arribas, también tiene muchos recuerdos de él.

“Quedamos en el bar de la Casa del Mar en Ibiza. Llegó con una bolsa de estraza y una racha de viento tiró la bolsa y desparramó su contenido. Lo recogió con diligencia, como si no pasara nada y al rato exclamó,

—¡Joder! Que peste a mariguana hay aquí.

Conocí su magnífico albergue de Calpe, y tuve muchas peripecias náuticas con él. Nuestro último encuentro fue una llamada para que le echara una ojeada a un barco maravilloso con el que íbamos a dar la vuelta al mundo. Se lo vendía "el dueño de la costa de Formentera", un guardacostas de la isla. Cuando lo vi, el barco era una auténtica ruina, llevaba muchos años fuera del agua, torrándose al sol, en una finca en medio de la isla y le faltaba de todo.

No sé si en ese barco o en otro, al final se embarcaría y sus últimos meses de vida los pasó navegando por el mundo”.

 


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