martes, 22 de febrero de 2022

Cuentos de Después. Miguel Feria

 ¿Aún no sabe usted nadar?

 Hoy he visto en la tele una escena de película en la que un monitor de natación está a punto de morir ahogado a manos de su propio alumno, al intentar por todos los medios enseñarle las artes de mantenerse a flote. Al momento, recordé mis años de estudios en Madrid y la piscina del Club Atenas, un club privado en donde nos ganábamos unas perrillas enseñando a nadar a la gente, jóvenes y mayores. Todos los monitores éramos alumnos del INEF que intentábamos aliviar en parte el desembolso que suponía para nuestras familias el mantenernos por aquellos lares.

Cada media hora teníamos a un alumno a nuestro cargo en el agua, pequeño o mayor, y a todos invariablemente, siguiendo la política de la empresa, se les enseñaba primero a flotar de espaldas y luego a mirar al agua de frente. Aquello daba lugar a múltiples y engorrosas situaciones. Normalmente, la gente que acudía de mayor a la piscina, tenía un miedo atroz al agua, y si encima nos empeñábamos en acostarles de espaldas a ella, pues se revolvían como gato panza arriba y se nos agarraban al cuello como si en ello les fuera la vida. Los nervios les atenazaban los músculos y eso hacía que los movimientos se convirtieran en bruscos, rápidos y lastimosos, nada peor para poder deslizarse por el agua o tan siquiera flotar. Los niños berreaban sin parar entre buche y buche, lanzando miradas suplicantes a sus pobres mamás quienes, atribuladas en la pequeña grada exterior, asistían al suplicio de sus retoños con estoica resignación. Algún que otro directivo de empresa se afanaba también por aprender a flotar en aquella pequeña y sofocante piscina, con ánimos de poder lucir ante sus amigos y familiares sus artes natatorias en la piscina comunitaria del barrio o en su chalet de la sierra, intentando que su terror no trascendiera vergonzosamente a su cara.

Cada cliente dejaba su pequeño ticket en la mano del monitor al acabar la media hora de tormento articular y mental, y más de uno se retiraba, en muchos casos, con la sana resolución de nunca más volver, a pesar de que nosotros les dábamos una palmadita en la espalda y un somero refuerzo positivo de cara a la siguiente sesión.

Yo creo que la técnica de primero de espaldas y luego de frente al agua era válida para los niños quienes, sin ese miedo que dan los años de ahogaduras playeras y bromas inmisericordes, te sueltan unos cuantos lagrimones y luego comienzan a moverse ya como verdaderos anfibios. Pero en el caso de los adultos, la cosa cambia. Te pueden arañar, te pueden dislocar un hombro, te pueden mentar a tus muertos, te pueden coger el carnet de identidad por si te ven fuera de la piscina y mil cosas más que ahora no se me ocurren. 

En vista de que la temporada de clases en el Atenas acababa y que había que seguir alimentándose, busqué entre mis alumnos adultos la posibilidad de conseguir algún trabajito para el resto del verano en Madrid. Uno de ellos resultó ser gerente del Hipódromo de La Zarzuela, y me sugirió la posibilidad de emplearme los días de carreras allí, expendiendo las apuestas múltiples en ventanilla. Este era un señor, nulo nadador, nervioso y pellejudo, al que apenas logré hacerle flotar un poco durante el tiempo que le di clases de natación, tal era su negación con el medio acuoso. Se revolvía aterrado ante la posibilidad de irse a pique desde aquella inverosímil posición en la que yo, obstinadamente y por orden superior, me forzaba a colocarle. Obvio contarles que, tanto él como yo, quemábamos muchas calorías en el intento. Se veía tan frágil entre aquellas aguas cloradas y en aquella atmósfera de vapor infernal, que accedí sí más a acudir un sábado de carreras al Hipódromo de La Zarzuela. Parecía tan buena persona…

Cuando llegué a La Zarzuela y me dirigí en su busca, resultó ser el director. Apenas levantó su cabeza a mi llegada ni se mostró en absoluto afable y cordial como en la piscina, muy al contrario, fue serio y cortante, supongo que para evitar los comentarios de sus subordinados ante un enchufado como yo, como más adelante intuí. Acto seguido y sin más preámbulos ni preparación, me vi ante una caja registradora de múltiples teclas y luces, a las que me tuve que enfrentar con la mínima información del cajero de al lado, quien me preguntaba de dónde había salido yo que no tenía ni pajolera idea de aquello, del argot de las carreras ni de la mecánica de las apuestas. Tampoco de hacer caja después de cada carrera, con el apuro de que comenzaba la siguiente, enfrentándome a caer en el error de imprimir apuestas equivocadas que luego pudieran ser premiadas, y un largo etcétera.

Ni qué decir tiene los dolores de cabeza que aquello me causó en las dos semanas que soporté frente a aquella máquina de los demonios Me quedaron grabados para siempre en la memoria, y aún hoy pienso si no sería una especie de maquiavélica venganza de mi alumno pellejudo por los suplicios diarios a los que yo le sometía en la piscina panza arriba.

                             

 Miguel Feria Rodríguez
 


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