¿Aún no sabe usted nadar?
Cada media hora teníamos a un alumno a nuestro cargo en el agua, pequeño o mayor, y a todos invariablemente, siguiendo la política de la empresa, se les enseñaba primero a flotar de espaldas y luego a mirar al agua de frente. Aquello daba lugar a múltiples y engorrosas situaciones. Normalmente, la gente que acudía de mayor a la piscina, tenía un miedo atroz al agua, y si encima nos empeñábamos en acostarles de espaldas a ella, pues se revolvían como gato panza arriba y se nos agarraban al cuello como si en ello les fuera la vida. Los nervios les atenazaban los músculos y eso hacía que los movimientos se convirtieran en bruscos, rápidos y lastimosos, nada peor para poder deslizarse por el agua o tan siquiera flotar. Los niños berreaban sin parar entre buche y buche, lanzando miradas suplicantes a sus pobres mamás quienes, atribuladas en la pequeña grada exterior, asistían al suplicio de sus retoños con estoica resignación. Algún que otro directivo de empresa se afanaba también por aprender a flotar en aquella pequeña y sofocante piscina, con ánimos de poder lucir ante sus amigos y familiares sus artes natatorias en la piscina comunitaria del barrio o en su chalet de la sierra, intentando que su terror no trascendiera vergonzosamente a su cara.
Cada cliente dejaba su pequeño ticket en la
mano del monitor al acabar la media hora de tormento articular y mental, y más
de uno se retiraba, en muchos casos, con la sana resolución de nunca más
volver, a pesar de que nosotros les dábamos una palmadita en la espalda y un
somero refuerzo positivo de cara a la siguiente sesión.
Yo creo que la técnica de primero de espaldas
y luego de frente al agua era válida para los niños quienes, sin ese miedo que
dan los años de ahogaduras playeras y bromas inmisericordes, te sueltan unos
cuantos lagrimones y luego comienzan a moverse ya como verdaderos anfibios.
Pero en el caso de los adultos, la cosa cambia. Te pueden arañar, te pueden
dislocar un hombro, te pueden mentar a tus muertos, te pueden coger el carnet
de identidad por si te ven fuera de la piscina y mil cosas más que ahora no se
me ocurren.
En vista de que la temporada de clases en el
Atenas acababa y que había que seguir alimentándose, busqué entre mis alumnos
adultos la posibilidad de conseguir algún trabajito para el resto del verano en
Madrid. Uno de ellos resultó ser gerente del Hipódromo de La Zarzuela, y me
sugirió la posibilidad de emplearme los días de carreras allí, expendiendo las
apuestas múltiples en ventanilla. Este era un señor, nulo nadador, nervioso y
pellejudo, al que apenas logré hacerle flotar un poco durante el tiempo que le
di clases de natación, tal era su negación con el medio acuoso. Se revolvía
aterrado ante la posibilidad de irse a pique desde aquella inverosímil posición
en la que yo, obstinadamente y por orden superior, me forzaba a colocarle.
Obvio contarles que, tanto él como yo, quemábamos muchas calorías en el
intento. Se veía tan frágil entre aquellas aguas cloradas y en aquella
atmósfera de vapor infernal, que accedí sí más a acudir un sábado de carreras
al Hipódromo de La Zarzuela. Parecía tan buena persona…
Cuando llegué a La Zarzuela y me dirigí en su
busca, resultó ser el director. Apenas levantó su cabeza a mi llegada ni se
mostró en absoluto afable y cordial como en la piscina, muy al contrario, fue
serio y cortante, supongo que para evitar los comentarios de sus subordinados
ante un enchufado como yo, como más adelante intuí. Acto seguido y sin más
preámbulos ni preparación, me vi ante una caja registradora de múltiples teclas
y luces, a las que me tuve que enfrentar con la mínima información del cajero
de al lado, quien me preguntaba de dónde había salido yo que no tenía ni
pajolera idea de aquello, del argot de las carreras ni de la mecánica de las
apuestas. Tampoco de hacer caja después de cada carrera, con el apuro de que
comenzaba la siguiente, enfrentándome a caer en el error de imprimir apuestas
equivocadas que luego pudieran ser premiadas, y un largo etcétera.
Ni qué decir tiene los dolores de cabeza que aquello me causó en las dos semanas que soporté frente a aquella máquina de los demonios Me quedaron grabados para siempre en la memoria, y aún hoy pienso si no sería una especie de maquiavélica venganza de mi alumno pellejudo por los suplicios diarios a los que yo le sometía en la piscina panza arriba.
Miguel Feria Rodríguez
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