El viaje iniciático a París. INEF 1974
Era principios de septiembre de 1974 y el nuevo curso, segundo, no empezaba hasta mediados, cuando recibí una llamada de Tomás Peire desde Lérida. Estaba trabajando en una explotación forestal de RENFE, cortando pinos para traviesas y tablas para vagones. Ahorraba para viajar a París, con su Vespa. Mi imaginación y ganas de ver mundo, me llevaron a los bosques pirenaicos y al jorobado de Notre Dame, con un hacha cortando troncos y en moto voladora.
Dije en casa
¡me voy con la Ducati a ver a la Gioconda y vuelvo en un mes! Lo normal con
dieciocho años es apuntarte a un bombardeo y con Tomás tienes las bombas
aseguradas. Es un tío avispado, ocurrente y simpático, con su barba y
antebrazos de Popeye. Lo encontré tras ocho horas de viaje desde Madrid a la
Seo de Urgell, con su camisa a cuadros remangada. Estaba alojado en una pensión
con otros compañeros de la explotación forestal y yo me incorporé, después de
pasar a firmar por la oficina.
Salíamos al
alba con el almuerzo que nos preparaban en la pensión y una botella de vino por
persona y, en unos Land Rover largos con asientos laterales, nos subían a los
bosques de pinos donde se entresacaban y preparaban los troncos. Nuestro
trabajo consistía en enganchar los pinos preparados con unos cables de acero, los
choques, al cabrestante de una máquina tipo oruga que los reunía en manojos y
los arrastraba hasta los claros del bosque. También trabajaban tiros de mulas y
caballos para sacar los troncos de los lugares más intrincados o con fuertes
desniveles. Era impresionante verlos arrastrar los troncos más difíciles para
que los camiones, con sus grúas provistas de una mano mecánica, los cargaran y
los bajaran por las pistas hasta la serrería. Estábamos a dos mil metros de
altitud y hacía frío. A la hora del almuerzo encendíamos un fuego y charlábamos
mientras nos comíamos los bocadillos y bebíamos vino.
Un día durante la jornada de trabajo, un accidente estuvo a punto de costarme las piernas. Después de haber enganchado los troncos al cabrestante de la máquina de arrastre, uno de ellos se atrancó entre dos pinos y se empezó a doblar igual que un arco. El maquinista soltó la tensión del cable de golpe y el pino salió disparado por el suelo barriéndome las piernas por encima de las rodillas. Tuve suerte, ese golpe un poco más arriba, y ahora no estaría tan contento de explicarlo.