lunes, 28 de noviembre de 2022

Gras y Peire. Un viaje iniciático. 1974

 


El viaje iniciático a París. INEF 1974

Era principios de septiembre de 1974 y el nuevo curso, segundo, no empezaba hasta mediados, cuando recibí una llamada de Tomás Peire desde Lérida. Estaba trabajando en una explotación forestal de RENFE, cortando pinos para traviesas y tablas para vagones. Ahorraba para viajar a París, con su Vespa. Mi imaginación y ganas de ver mundo, me llevaron a los bosques pirenaicos y al jorobado de Notre Dame, con un hacha cortando troncos y en moto voladora.

Dije en casa ¡me voy con la Ducati a ver a la Gioconda y vuelvo en un mes! Lo normal con dieciocho años es apuntarte a un bombardeo y con Tomás tienes las bombas aseguradas. Es un tío avispado, ocurrente y simpático, con su barba y antebrazos de Popeye. Lo encontré tras ocho horas de viaje desde Madrid a la Seo de Urgell, con su camisa a cuadros remangada. Estaba alojado en una pensión con otros compañeros de la explotación forestal y yo me incorporé, después de pasar a firmar por la oficina.

Salíamos al alba con el almuerzo que nos preparaban en la pensión y una botella de vino por persona y, en unos Land Rover largos con asientos laterales, nos subían a los bosques de pinos donde se entresacaban y preparaban los troncos. Nuestro trabajo consistía en enganchar los pinos preparados con unos cables de acero, los choques, al cabrestante de una máquina tipo oruga que los reunía en manojos y los arrastraba hasta los claros del bosque. También trabajaban tiros de mulas y caballos para sacar los troncos de los lugares más intrincados o con fuertes desniveles. Era impresionante verlos arrastrar los troncos más difíciles para que los camiones, con sus grúas provistas de una mano mecánica, los cargaran y los bajaran por las pistas hasta la serrería. Estábamos a dos mil metros de altitud y hacía frío. A la hora del almuerzo encendíamos un fuego y charlábamos mientras nos comíamos los bocadillos y bebíamos vino.

Un día durante la jornada de trabajo, un accidente estuvo a punto de costarme las piernas. Después de haber enganchado los troncos al cabrestante de la máquina de arrastre, uno de ellos se atrancó entre dos pinos y se empezó a doblar igual que un arco. El maquinista soltó la tensión del cable de golpe y el pino salió disparado por el suelo barriéndome las piernas por encima de las rodillas. Tuve suerte, ese golpe un poco más arriba, y ahora no estaría tan contento de explicarlo.

Finalizado el contrato de trabajo, después de cobrar, nos fuimos con las motos a Barcelona, donde dejamos la Vespa en casa de Tomás. Era mejor ir en una sola moto y turnarnos en la conducción. Llevábamos una mochila alta acoplada al trasportín de la Ducati y el de atrás se apoyaba como si estuviera en una butaca. A este súper macuto azul lo bautizamos como “Manolo”.


No llevábamos ni guantes, ni botas y el tiempo parecía que iba a traer lluvia así que paramos en Figueres, en una zapatería. Una chica nos atendió amablemente, pero se nos escapaba del presupuesto comprar un par de botas cada uno y no pudo ser. Después de que la zapatera nos contara, quizá para desahogarse, que a su marido recientemente lo había fulminado un rayo, reanudamos la marcha en dirección a la frontera.

La velocidad máxima que alcanzábamos no llegaba a los 100 km/h, exceptuando en las bajadas o detrás de algún camión. Nos colocábamos a su rebufo y no gastábamos casi combustible, pero cuando llovía, acabábamos calados hasta los calzoncillos por el agua que salpicaban las ruedas.

En dos días llegamos a París y con nuestro carnet de albergues juveniles nos dirigimos a los tres o cuatro que había. Ya era de noche, estábamos cansados y medio preocupados cuando, en el último albergue, después de que el recepcionista nos dijera que no había camas libres, oímos una voz que decía: “hola, ¿sois españoles?” … Rosa, era una chica gallega que trabajaba de asistenta en una casa bien de París y nos ofreció compartir la habitación donde ella vivía, que era el sótano del edificio en el que trabajaba. Llevábamos sacos de dormir así que nos acoplamos sin problema encima de una alfombra. Rosa nos salvó de dormir en la calle.

Recuerdo a los borrachos merodeando Montmartre, la subida y la bajada a pie a la torre Eiffel, el museo del Louvre con su Gioconda, el Arco del Triunfo, los Campos Elíseos, los puentes sobre el Sena y un concierto de órgano en la catedral de Notre Dame.

Nos tocaba regresar, pero ya que habíamos subido por Clermond Ferrand ahora bajaríamos por Orleans, Limoges y Toulouse, entrando en España por Andorra. El segundo día de viaje no paraban de adelantarnos motos potentes con conductores y paquetes con monos de cuero de colores, botas de competición, guantes claveteados, cascos espectaculares, no como los nuestros. A la vista de los Pirineos nos encontramos a todos los motoristas parados y les preguntamos qué pasaba. “Nous allon a la concentración de motorismo a l’Andorre, mais le Port d’En Valira c’est fermé pour la neige et le glace …, et la police ne laisse pas passer”.

“Olala!, oui?, oui?  C’est fermé? Mai pas pour nous. Merci, et aurrevoir”. Entonces los dejamos a todos atrás y comenzamos a subir el puerto al atardecer,

“Tomás, hace frío, voy a ponerme unos calcetines en las manos y seguimos”. Había oscurecido, nadie había pasado delante de nosotros e íbamos solos abriendo huella en la nieve. Como llevábamos mucho peso y la rueda era fina no perdíamos tracción y para tomar las curvas sacábamos los pies, como los de moto-cross y speedway, para no caernos y luciendo nuestros calcetines empapados y congelados. El frío y la nieve aumentaban. En una de esas, al querer desacelerar en una curva, el cable que accionaba la campana del carburador se había congelado, toqué el freno trasero y ¡perfecto! Así lo hicimos en las decenas de curvas que quedaban: moto acelerada y freno puesto. Así, con más de un palmo de nieve en la carretera, conseguimos llegar a Pas de la Casa, con las manos heladas.

Encontramos una habitación con baño a buen precio y recuerdo el dolor al recuperar la circulación en los dedos de las manos. Eufóricos, saltamos en la cama con los calzoncillos teñidos del tinte de los pantalones vaqueros, mientras secábamos los zapatos y la ropa en los radiadores. A la mañana siguiente esperamos a que las quitanieves despejaran la carretera para bajar el puerto de En Valira hacia Andorra la Vella y en la Seo de Urgell nos separamos, Tomás se dirigiría hacia Barcelona en auto stop. Yo hacia Madrid con la Ducati. Esperé hasta que le pararon un matrimonio con dos hijas de nuestra edad más o menos y se subió tan contento “¡Joder, Tomás! ¡qué suerte! llévate a “Manolo”, y ya me contarás ¡Nos vemos en el INEF!”. Y llegué a Madrid, satisfecho y feliz.

Le he pedido a Tomás, que tiene muy buena memoria, que escriba su versión del viaje y me ha dicho: “lo que tendríamos que hacer es repetir ese viaje con la Ducati 160 y con Manolo, mientras podamos”. Cuarenta y dos años después y sigue tan animoso. Yo le sigo dando la vara mandándole a misiones casi imposibles como la “cocina de acero del ruso”, o el rescate del velero “Esperanza” que ha sido la última, y siempre cumple.


El INEF, con la 7ª, nos ayudó a conocernos a nosotros mismos y a crecer. Nos permitió hacer amigos para siempre, y descubrir el mundo. El viaje a París fue un hito inolvidable, fue el primer viaje, el iniciático, fue “el viaje”.

Madrid y Barcelona, octubre de 2022, 48 años después.

Eduardo Gras y Tomás Peire

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