lunes, 7 de noviembre de 2022

Pepe G. Murcia. Qué suerte

 De la tierra colorá, a la pista del INEF


Eran otros tiempos. En Lorca las Casas Baratas (viviendas de protección oficial) acababan de entregarse. Al final del barrio, en la parte alta, un nuevo colegio se abría. Asistíamos a los primeros años de escolarización. Había casas y matrimonios recién llegados. Niños y niñas que cruzaban sus calles. Subían, bajaban, corrían, saltaban, gritaban, jugaban a las bolas, al chinche bonete, al correcalles, a los clavos, al pillar o al escondite. Llovía y se hacían charcos. Para jugar a indios y americanos iban a la rambla. Allí se lanzaban flechas, lanzas, había ondas y pedradas. También se oían disparos emitidos por los zagales con la propia voz ¡Ping, pang, muerto!

Cerca de la rambla se construyó también la iglesia. Era otro foco de convivencia y relaciones. Algunos ayudaban a misa. Eran monaguillos. Había clases mañana y tarde, pero terminaban temprano. Todavía quedaba luz solar y ese rato se aprovechaba para jugar. A veces se alejaban de las calles habituales y cruzaban la rambla de Las Chatas. Una pequeña explanada lisa, de tierra suave y color rojizo los esperaba. Sin marcaje alguno y con mojones de piedra señalando las porterías, jugaban sin parar hasta el anochecer. Cuando eso pasaba la regañina y hasta el castigo eran habituales. Pero no escarmentaban. El deseo de jugar era más fuerte.

De esos partidos surgieron grandes porteros, habilidosos jugadores, buenos regateadores y rápidos extremos. Incluso se formó algún equipo que participó en competiciones de barrio. Además de partidos, antes de empezarlos o después de terminar se hacían concursos de toques. Con la derecha, con la izquierda, con rodilla, etc.

Los estudios primarios eran cortos. Enseguida preparaban (sólo a los elegidos) para el examen de ingreso al instituto. Allí el patio era más grande. Había un campo de fútbol reglamentario donde en algún momento de su historia llegó a jugar el Lorca C.F. El rectángulo era “inmenso”, lo que permitía jugar clase contra clase. Tampoco allí se cansaban. Llegaban con tiempo antes del toque de campana para echar un rato. Salían corriendo al recreo para no perder ni un segundo. Pero bueno, si les quitaban el campo recurrían “al burro o al correcalles”. Siempre jugando y siempre corriendo. El juego los atrapaba. Por encima de todo, la vida era juego. 


En el Instituto además de estudiar y de jugar, también había gimnasia (o Educación Física), pero siempre pedíamos jugar. No siempre se lograba. Y menos mal, porque además de “firmes y a cubrirse”, se aprendían cosas. Sí, yo estaba allí. Descubríamos movimientos, adquiríamos habilidades y dominábamos parte del espacio próximo. Mi pasión eran los saltos de aparatos, las paralelas y el trapecio.

De allí al INEF. Del pueblo a la gran ciudad. Del espacio dominado al espacio incontrolado. De lo pequeño a lo magno. Del solar abierto a la pista reglamentaria. De los compañeros de bachiller a la diversidad cultural y lingüística de la séptima. De lo básico a lo asombroso. ¡Qué suerte! Repetir examen y entrar con la séptima. Ser compañero de jóvenes entrañables, ilusionados con su futuro. ¡Qué suerte! Qué suerte conocer a Cagigal, a Carlos Álvarez del Villar, a Juan de Dios Román, a Álvaro Gracia, a Delgado Noguera, a Uzawa…, y a tantos otros.

¡Cuánto aprendimos y cuánto vivimos! Sobre todo, cuánto vivimos en tan poco tiempo.


El I.N.E.F. se fortalecía tras los vaivenes iniciales. Los profesores estructuraban sus conocimientos. Y, nosotros, los alumnos, éramos exigentes, pedíamos explicaciones, queríamos respuestas, y sobre todo solicitábamos claridad respecto a nuestro próximo futuro profesional. Era evidente, sin equiparación universitaria, nuestro destino en los centros de enseñanza secundaria o superior no se aseguraría. Formaríamos parte de la bolsa común de aspirantes de variopinta formación. Nuestra demanda era facultad y cinco años. Finalmente, así fue. La facultad era el objetivo. Las reuniones y las asambleas, el método. Los encierros, paros y huelgas, las acciones.

Aprendimos fisiología, anatomía, psicología, pedagogía, biomecánica, deportes y expresión corporal, pero yo me quedo con comunicación. Me fascinaban los compañeros que hablaban públicamente. Sus llamadas. Sus oratorias. Sus razonamientos. Me encantaban las asambleas, los debates que generaban, la vida que tenían y los acuerdos que resultaban. Me gustaban los encierros, la convivencia que ofrecían, las películas que veíamos, la creatividad y las acciones que preparábamos; pero, sobre todo, lo que nos dejaron, el bagaje democrático que nos legaron.


Vivimos del 73 al 77 un momento crucial: Histórico, social, cultural, político y académico.

Cada generación es una porción de la historia. Cada promoción deja su impronta y se convierte en un trocito de la institución en la que se ha formado. Eso nos queda. Eso dejamos.

Después, muchos todavía seguimos jugando.

 

Lorca, octubre de 2022. Fdo. Pepe Gª Murcia.

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